De vuelta a Tusitala

«Vuelvo a Tusitala, tras estos meses de encierro, a por unos libros, a por un poco de consuelo. Hay entre los libreros un halo que les es propio, un algo indefinido que se sitúa entre la bondad, el romanticismo, el civismo, el idealismo, no sé, pero hay que ser de otra pasta, de una gran heroicidad para hacer ese trabajo con tanta entrega, con tanto amor por el oficio, con todo prácticamente en contra».

Un artículo del escritor Carlos Reymán Güera – Fotos Laura Enrech

Iba yo por las calles vacías, camino de Tusitala, regresado y desconfinado del país de los relojes detenidos, momentáneamente rescatado por la bruja buena que duerme en todos los bosques que sueñan los niños, desescalando grises y telediarios, con la tarde amenazando lluvia y un viejo sin mascarilla cruza de acera, de tiempo, se sitúa fuera de los horarios, se enciende, con exagerada parsimonia, un pitillo.

Iba yo por la tarde vacía de las calles, camino de Tusitala, con puericias de un corazón desfasado al que le han crecido los gusanos de una ilusión acongojada; atravesando la Tierra Media de las caceroladas perpetuas, las edades sin lámparas, sombras, primaveras de Arda; con galáctico, pirático, alienígena paso firme, el cielo enmascarillado, quién lo desenmascarillará, plata o plomo de los azules, ahora, en que el presente muere antes de nacer, en que ya todo es casi pasado, me detengo en el semáforo en rojo para dejar pasar el aire, a lo lejos husmean, cada uno sus incertidumbres, un perro y una chica, pienso en esta alegría pueril, a la que me aferro con tanto afán, de ir a recoger unos libros.

Camino de Tusitala, como un secreto soldado del Señor de las Dos Tierras (estos días estoy leyendo El infinito en un junco de Irene Vallejo, algo más que recomendable), nadie sabría suponerlo siquiera, sobre todo si me ven con esta cara de pasmo en la esquina, rastreo el sueño completo de mi propia Gran Biblioteca de Alejandría, mi íntima recolección de infinitos, de juncos inmarcesibles que contienen las obras completas del tiempo y el absoluto.

Me paro, me entretengo un poco, no quiero agotar tan pronto el paseo que sabe a norte y recuerdos y que, como diría aquél, es tan real que parece mentira. Deshago mis pasos, me detengo sin motivo, se está tan bien, los ojos descubiertos perciben el olor húmedo del aire, ese olor transparente, su fría limpidez, la nariz del aire en mis ojos y yo con mi jaleo de libros y recuerdos, me veo entrando de nuevo en aquella librería en Alemania a donde me llevó mi padre por primera vez. He visto pasar a un padre con su hijo de la mano y los he seguido hasta allí.

Es curioso porque mi padre no era muy lector y en mi familia, exceptuando a mi abuela con la que apenas tuve trato, casi nadie era aficionado a la lectura. No se entiende, por tanto, esa inclinación de mi padre por llevarme a comprar libros, su empeño por enseñarme a leer tan pronto (entre los 2 y los 3 años), pero lo cierto es que aquello resultó definitivo, los dos entrando en una librería, siempre recuerdo la escena en invierno y casi no hay actores, las calles se ensanchan de manera metafísica en mi cabeza, la librería, situada en una plaza donde apenas hay otros edificios, es elegante, con esa sobriedad elegante de los alemanes, toda en maderas nobles, se han excedido un poco acaparando símbolos medievales; una mujer muy silenciosa nos observa mientras (entonces desconocía este verbo que me regalaría Borges unos años inaugurales después), nosotros fatigábamos libros.

Luego, mi padre, claro, murió y tuve que aprender a ir solo a las librerías. Las he buscado siempre, en todos mis viajes, algunos hechos exclusivamente para visitar alguna en concreto. Mi laberinto interior es una sucesión de librerías visitadas que lleva a aquella primera librería de mi infancia, a la mano de mi padre, mi ónfalo.

Vuelvo a Tusitala, la librería de mi amigo Agustín, tras estos meses de encierro, a por unos libros, a por un poco de consuelo. Hay entre los libreros un halo que les es propio, un algo indefinido que se sitúa entre la bondad, el romanticismo, el civismo, el idealismo, no sé, pero hay que ser de otra pasta, de una gran heroicidad para hacer ese trabajo con tanta entrega, con tanto amor por el oficio (oficio sagrado lo ha llamado el otro día Alberto Manguel en un artículo), con todo prácticamente en contra.

Miro un poco los libros por encima, sin mucho aleteo y recojo los que había encargado. A través de mi mascarilla aspiro con nostalgia, todo lo hondo que puedo, la quietud sosegada de los libros en sus estantes. Alguno me mira con esa fijeza sabia de quien adivina lo que estás pensando. Me despido de Agustín hasta otro día. Todavía hoy me sigue pareciendo increíble su naturalidad, esa despreocupada tranquilidad, sin haberse dado nunca la más mínima importancia ante el hecho de llevar, en uno de sus bolsillos, la llave con que abre la puerta de todos los laberintos, como si fuese la cosa más normal del mundo. 

Finalistas y ganador del Certamen de Microrrelatos 2020

¡Ya tenemos los 3 textos finalistas y el ganador del Certamen de Microrrelatos! La librería Tusitala, en colaboración con el Ayuntamiento de Badajoz y Cadena SER Extremadura, organiza el Certamen de Microrrelatos “Día del Libro 2020, homenaje a Quintín Montero”, con un premio de 100 euros a gastar en la librería.

Se han presentado un total de 24 relatos, ¡muchísimas gracias a quienes habéis participado! Del conjunto de relatos presentados hemos seleccionado 3 finalistas, entre los cuales está el texto ganador que se dio a conocer el 23 de julio, fecha escogida por el gremio de libreros como celebración alternativa y presencial para el Día del Libro.

Os pedimos disculpas por el retraso a la hora de anunciar los finalistas, y por la imposibilidad de celebrar la entrega del premio el 23 de abril, como estaba previsto inicialmente.

Estos son los 3 relatos finalistas, resultando ganador el texto titulado
Amor de raíz, de Javier Sachez García:

Fermentada, por Gonzalo Esteban Calderón Mendoza

Se dirigió a él con premura. Dígame usted, vecina, si el licor de yerbas ese, el de la botella de fino cuello, sirve para bajar la hipocresía. O para pasar la soberbia, asienta, por favor… La soberbia mascada de los enciclopédicos disfraces de mesías de aulario, de talentosos poetas. ¿Sabe usted, vecina? ¿Sabe usted que, cruzando el charco, hay quienes extrañando vuelven durmientes a sus rastrojos? Si pudiera verme, vecina; escucharme este callado estruendo que funde las vocales. Ojalá frente a usted, vecina… Ojalá en el ojo del trópico, soñando que el sueño no lo hace quien duerme, sino quien no.

Amor de raíz, por Javier Sachez García

Se dirigió a él con premura y acarició sus pálidas mejillas, heladas debido al frío que reinaba en el taller. Era su hijo y sentía por él un amor poderoso, radical. El hombre aproximó su cara al muchacho y le preguntó.

— ¿Me quieres?

El chico pestañeó dos veces para decir que sí y, entonces, su padre sonrió. Después de nueve meses de espera y trabajos, por fin tenía a su hijo delante de sus narices y podía comunicarse con él a través de un sistema sencillo. El crío permanecía inmóvil tumbado sobre la mesa y el padre, armado con martillo y cincel, observaba aquel cuerpo delgado pero recio, como un roble. Los ojillos almendrados, el pelo enramado y la boquita de piñón italiano. El padre acercó su rostro de nuevo y otra vez le preguntó al hijo:

– ¿Me quieres, de verdad?

El niño de palo, sin inmutarse, volvió a parpadear dos veces y su nariz entonces se alargó impunemente, como rama que brota.

Deconstrucción de Alice, por Ana Moríñigo Ramos

Se dirigió a él con premura, la decisión estaba tomada y solo podía imaginar cómo sería el reencuentro. Su sonrisa enamorada tenía su divertido reflejo en la invisibilidad minina de Cheshire, y eso no le daba buena espina. En efecto, nada salió como esperaba…empezó a llorar, y esta vez no hubo un mar de lágrimas que la salvaran de su propia desesperación. El agujero seguía oscuro, y el tic tac del reloj olvidado por el conejo blanco se detuvo. Ya no había prisa, solo la triste calma de saber que él no la amaba. No jugó bien sus cartas y la reina ganó el duelo…eran demasiados corazones para tan loco sombrerero.

Descubrimiento del continente Luis Sáez

Una reseña de Carlos Reymán Güera para Librería Tusitala

El siglo XX como continente fracturado, la deriva continental de un tiempo colisionando entre sí, placas tectónicas deslizándose hacia la bruma de la memoria, contornos difusos de una pangea improbable disuelta en lejanías, sedimentos de masas de tierra que se depositan sobre este lado del hoy y conforman ese amplio horizonte de hechos comprobados al que han dado en llamar olvido. Los primeros días del confinamiento puse sobre mi mesa tres libros de Luis Sáez Delgado: Animales melancólicos, Un duelo privado y Descubrimiento del continente negro; y me dispuse a cruzar toda esa geografía inexplorada que se abría ante mí con la sola promesa de lo desconocido.

Las cosas hay que hacerlas bien. Si de estar encerrado se trata no hay como hacerlo entre libros, con libros, en libros… y dejar que pase lo inesperado, como por ejemplo me ha pasado a mí, que he descubierto un continente literario entero para mí solo (que, por supuesto, quiero compartir con vosotros), entre estas cuatro paredes que vagan en su día sin fecha, balanceándose en una quietud inquietante de silencios que a veces espanta las caceroladas, pájaros de mal agüero, y otras los aplausos, único momento en que hay que dejar de leer.

No sabría decir si a Luis Sáez le ha salido sin querer, o ha sido completamente deliberado, buscado de una forma bien estudiada, una trilogía fascinada y fascinante de casi todo el siglo XX, lo que va desde sus inicios hasta la caída del muro de Berlín, momento en que la Historia deja de escribirse, los continentes se repliegan sobre sí mismos reinventándose en furibundas sociedades neoliberales, réplicas capitalistas de un sistema que ha contagiado al mundo.

En el comienzo del siglo pasado Extremadura siente nostalgia de una Arcadia inexistente, producto del anhelo de lo que nunca se tuvo y cuya invención altera el ánimo de una gran cantidad de escritores extremeños que se entregan, con cierto regusto de victimismo orgulloso, a la melancolía regionalista. Luis Sáez, nuestro Alfred Wegener, pone todos los apuntes de su trabajo de campo a disposición de un magnífico ensayo en el que los fragmentos, las lecturas, las oportunas aclaraciones, los inestimables puntos de vista del autor, van concordando más que una tesis una mirada, la novela de una mirada rebosante de ternura, por decirlo de manera galdosiana, de misericordia, de absoluta misericordia hacia todas aquellas criaturas extraviadas, fatalmente letraheridas.

Toda esa emoción equivocada, que en otras latitudes tuvo distintas consecuencias, de Animales melancólicos (Los libros del oeste), no podía más que desembocar, en el siguiente tercio del siglo, en nuestra nunca suficientemente subrayada como terrible Guerra Civil, a pesar del empeño de algunos por reconvertirla en otra Arcadia imposible (¡ay, la épica de los discursos y los discursos de la épica!).

Un duelo privado, subtitulado Notas sobre el exilio como literatura de viajes (Editora regional de Extremadura), prácticamente un compendio de géneros literarios que se confunden, se mezclan y entremezclan creándose y recreándose, que tiene mucho de esos libros sobre libros y escritores que tanto le gusta escribir a Enrique Vila-Matas, pero con una voz narrativa muy distinta, novela de voces, graves, serias, que entre todas ellas suman una sola voz de dolor, el dolor de la pérdida.

Pasando por los nacionalismos periféricos y sus cantores, siguiendo la escritura apasionada de rabia de quienes perdieron la patria en la guerra, Luis Sáez no suelta el hilo del tiempo en el que vibra el siglo XX y continúa su indagación, su exploración, la profunda aventura que supone siempre todo intento de comprender, y retoma su cámara particular donde finalizó la secuencia anterior, en el momento en que comienza la década de los cincuenta y el mundo todavía conservaba una cierta inocencia, se aferraba a algo parecido a la esperanza.

Descubrimiento del continente negro (de la luna libros, colección Lunas de oriente, relatos), es ya el libro de un maestro absoluto de la fabulación, de un escritor dueño de un estilo propio preciso, claro, bien definido, con una enorme capacidad para maniobrar en el movedizo terreno de las erudiciones varias, seleccionando con buena mano los detalles, datos jugosos y representativos, como puntos sueltos sin numerar que tiene que unir el lector para construir/reconstruir una historia, la historia oculta tras la Historia, la Historia encerrada en una historia que habla de la verdad de un tiempo, de la mentira de la verdad de un tiempo, del tiempo de la mentira de la verdad.

Ahora en unos días volveremos a las calles tímidamente, o quizá no tanto. Habrá que volver a las ferreterías y a los establecimientos para el arreglo de calzados. Quemaremos fases y desfases; dará gusto volver a vernos, volver a conocernos. No se os olvide pasaros por las librerías, sobre todo por la de Tusitala, siempre con cita previa, desde luego. Comprad libros, llevaos mundos, geografías, vidas, continentes, como estos de Luis Sáez Delgado que explican todo un tiempo que aún hoy produce una gran perplejidad, y que a su vez explican el ahora.

Carlos Reymán Güera