Una reseña de Carlos Reymán para Tusitala
Entre las tareas de poeta, la de contar secretos es uno de sus cometidos primordiales. No es, precisamente, una labor menor.
El secreto tiene la fea costumbre de disfrazarse de evidencias, de desenredarse de misterio, de quedarse a dos palmos del olvido. Por eso el poeta tiene la obligación de indagar en la naturaleza del secreto, buscarlo allí donde no se le espera, en tierra de nadie, en los lugares comunes.
El poeta nos cuenta secretos que son de todos, que nos pertenecen, que nos conciernen y de los que, por una razón u otra, nos hemos desprendido, dejándolos en el camino, sin ni siquiera reparar en que ya no los llevamos, no los tenemos: nuestros secretos, ¿qué vida es esa, sin secretos?
Si la poesía tuviese que ser útil; si tuviese que ser justificada con un informe de productividad, con una contabilidad al uso con sus columnitas de números redondos, primos, abstractos, decimales, impares o imaginarios; si estuviese obligada a presentar los resultados del pasivo de una sociedad a punto de quiebra, ya sólo se salvaría en el recuento de secretos. ¿Cuánto le deberíamos, entonces, a Daniel Casado por su libro?
Secretos compartidos, secretos a voces como un dictamen de haberes poéticos: de esa materia se fragua el poemario que le publica Amargord con tanta esmero a Daniel, Secretos que contar.
Por entre las páginas del libro, entre los poemas y la tipografía, la estructura y el escandido de los versos que se adentran en el territorio de una música callada, entre el punto y aparte y el suspense de los puntos suspensivos, entre lo que las palabras muestran y las palabras ocultan, entre la verdad y la belleza que encuentran la dicha de ser pronunciadas, entre un hallazgo deslumbrante y la mecha de una metáfora que incendia todo un texto, entre el fuego y la ceniza como señales que llevan ante el espejo que espera nuestro regreso, entre los pasillos de la memoria y las largas galerías de los sueños, entre el eco que llega hasta el final de alguna frase desde la casa del conocimiento, entre los nombres que nos aguardan en el secreto de una biblioteca, la voz profunda de Daniel, voz de poeta verdadero, voz honda y humana, nos acompaña, nos va diciendo los días, sus pasos, los caminos que ha hecho, lo visto, lo intuido, lo que sabe, lo que no puede callar.
Nunca esa voz se levanta ni desabrida ni extemporánea. Se para entre la gente, entra en el jolgorio y las tiendas, hace sus labores de hombre, queda en las plazas y los parques, saluda y nos presenta a un conocido, ese mismo que somos nosotros, se nos acerca, va a contarnos algo, esa voz es la voz de un amigo.