Finalistas del Certamen de Microrrelatos

¡Ya tenemos los 3 textos finalistas del Certamen de Microrrelatos! La librería Tusitala, en colaboración con el Ayuntamiento de Badajoz y Cadena SER Extremadura, organiza el Certamen de Microrrelatos “Día del Libro 2018, homenaje a Quintín Montero”, con un premio de 100 euros a gastar en la librería.

Descarga en este enlace el programa de Cadena SER Extremadura donde leemos los textos finalistas y hablamos del Certamen.

Se han presentado un total de 55 relatos, ¡muchísimas gracias a quienes habéis participado! Del conjunto de relatos presentados hemos seleccionado 3 finalistas, entre los cuales está el texto ganador que se dará a conocer durante la entrega del premio el próximo 23 de abril a las 20:00 horas.

Estos son los 3 relatos finalistas:

Para R.L. – Autor: Ígor Iván Pérez Úbeda (Sevilla)

Lucas pensó que aquel parque era tan bueno como cualquier otro. No es que tuviera preferencias en cuanto a parques, tan solo era que exigía poco y con poco se conformaba. Miró alrededor y, asegurándose de que nadie lo veía, se internó entre las adelfas. Como tampoco tenía preferencias respecto a arbustos, aquel sitio le pareció adecuado y prosiguió. De su mochila extrajo la pala de jardinero de su madre y procurando no hacer ruido cavó. Como tampoco tenía preferencias respecto a cofres, aquella sencilla lata de galletas le pareció perfecta para su tesoro. La enterró. De regreso a casa anotó en su cuaderno de bitácora las señales que jalonarían el mapa que más tarde dibujó en la intimidad de su cuartel general (la habitación con litera que compartía con el pequeño Luis). La idea era que Roberto Luis, como prefería llamarlo, dedicara la mañana del domingo a buscar el tesoro. Roberto Luis era todo lo contrario que él: exigía mucho, sobre todo en lo que a juegos se refería, así que tenía que ingeniárselas para entretenerlo. Pero Lucas no contaba con que aquel domingo su hermano tuviera otra cita con esa amiga que también tiene por costumbre enterrar sus tesoros.

Después de aquello Lucas olvidó el mapa, olvidó la infancia y se refugió en los libros. Una tarde de verano, el último verano antes de marchar a la universidad, mientras llenaba cajas de cartón con sus libros, encontró el amarillento pergamino. Sabía lo que tenía que hacer. Medio desnudo y sudoroso como estaba, salió al calor sofocante de la calle. En su mente iba entonando: Quince hombres sobre el cofre del muerto, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! ¡Y una botella de ron!

No se topó con un alma en el camino, excepto con la del pirata Silver, que le guiñó un ojo cuando a la entrada del parque desplegó el mapa. Allí no había esqueletos señalando hacia el sureste, solo bancos herrumbrosos y viejos sauces que la marabunta urbanística milagrosamente había respetado. Llegar al sitio de la X le resultó más fácil que contener las lágrimas. Por un momento tuvo miedo de que los jardineros hubiesen removido la tierra para renovar las adelfas y se hubiesen hecho con el botín. Pero cuando a las pocas paletadas distinguió, entre el sarro y la tierra seca, la marca de las galletas de su infancia tuvo la certeza de que algo en su interior había vuelto a la vida. Alguien le guiñó un ojo y esta vez no fue Silver. Abrió la lata. De su interior extrajo una bolsa y de la bolsa algo envuelto en un paño de cocina (en aquella época tampoco tenía preferencias respecto a paños). Allí estaba: La Isla del Tesoro, dedicada a R.L.; también una libreta escolar con las historietas que le contaba de noche escritas con esmerada caligrafía y firmadas por el mismísimo Tusitala, que era el título con que su madre, Estefanía, lo había nombrado cuando la sustituyó “en el noble arte de contarle cuentos a Luis”. Ese día Lucas volvió a escribir y dejó también de conformarse con poco.

 

Materia – Autor: Felipe Rodríguez (Badajoz)

Lucas pensó que aquel parque era tan bueno como cualquier otro. No es que tuviera preferencias en cuanto a parques, tan solo era que exigía poco y con poco se conformaba. Lucas se sentó, muy cerca de una fuente que esparcía el sonido del agua por las alas extendidas de un cisne de alabastro, y estiró las piernas. Sintió el silencio del rumor de abril. El parque respiraba tranquilo, a través de las sombras de los árboles, y un mirlo de cola vacilante se atrevió a danzar sobre la hierba, a poco más de dos metros.

   Visto desde el cielo, este parque apenas sería una minúscula mancha verdosa en un plano. Un parque de escaso reconocimiento municipal. Pero, pensó, tiene una fuente alada y rítmica y se hizo eco del agua. El sonido lo acomodaba y lo seducía mientras el tiempo se detuvo. Y sueña. Un sueño poblado de susurros y placidez y cualquiera hubiera podido adentrarse, en voz baja, por sus párpados cerrados.

   Pero ha movido las pestañas y una convulsión se percibe, ligera, como un soplo en la faz del agua y en el envés de las hojas. Lucas despierta, se incorpora y se marcha. Deja el parque, sigue la ciudad, mientras el mirlo escapa en alarmante desacuerdo

 

Compostura – Autor: Ignacio Cirauqui García (Zaragoza)

Lucas pensó que aquel parque era tan bueno como cualquier otro. No es que tuviera preferencias en cuanto a parques, tan solo era que exigía poco y con poco se conformaba.

Lo mismo pensó al elegir un banco, cualquiera le servía con tal de que pudiera apoyar sus posaderas y mantener —como su madre decía— una postura correcta: el culo lo más atrás posible, la espalda recta y la cabeza alta.

Lucas se permitió el lujo de cruzar las piernas, y abrió el periódico, que no era ni muy de izquierdas, ni muy de derechas —o eso decía—, por la sección de anuncios clasificados: “SE REGALA PERRO”, leyó; y mientras se preguntaba si los perros tendrían preferencias en cuanto a parques, se vio obligado a mirar de arriba a abajo y de abajo arriba las piernas de una desconocida transeúnte, para la que, para su sorpresa, él resultó no serlo tanto: “¿Otra vez usted? Todos los días la misma cara de baboso”, gritó y repitió hasta que seguramente la oyó todo el parque.

Lucas pensó que aquel parque era tan bueno como cualquier otro, pero que de todas las chicas a las que miraba las piernas esa debía de ser la más desagradable. Se tapó la cara con el periódico para no tener que ver a esa mujer intratable más arriba de la cintura y se hizo el sordo.

Cuando las piernas, y con ellas la chica, habían desaparecido, Lucas, como todos los días, siguió leyendo el periódico con —como su madre decía— una postura correcta: el culo lo más atrás posible, la espalda recta y la cabeza alta.