El hombre que plantaba árboles

“Imagino que Jean Giono habrá plantado no pocos árboles a lo largo de su vida. Sólo quien ha cavado la tierra para acomodar una raíz o la promesa de ésta podría haber escrito la singularísima narración que es El hombre que plantaba árboles, una indiscutible proeza en el arte de contar”.
José Saramago.

 

Pocas veces tenemos la oportunidad de disfrutar de un libro que, a medida que se recorren sus páginas, se convierte en todo un alegato por la vida. El hombre que plantaba árboles podría leerse como una versión abreviada de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hay en esta obra un cuento, una parábola, un eco de lo que, siendo ya necesario en la primera mitad del siglo veinte, que es el tiempo que abarca la narración, se antoja ahora por completo imprescindible.

Jean Giono, en apariencia, ofrece poco más que el desarrollo de un breve relato ya contenido en el título, pues esta no es otra que la historia de un hombre que plantaba árboles. Una historia tan sencilla como sólida, que sienta como una bofetada, que bien puede hacernos despertar del letargo de cemento y alquitrán que lleva tantas décadas apoderándose de nosotros. Se navega por El hombre que plantaba árboles como por un río de aguas tranquilas, sin sobresaltos, anticipándose el final de la travesía porque todos sabemos cómo acaban estas historias, acaban bien, y tal vez por eso nos cuesta tanto ponerlas en práctica.

La editorial Duomo y el ilustrador Joëlle Jolivet, por añadidura, han hecho un trabajo también sencillo, hasta se diría que obvio, para conseguir que este cuento habite muchas más casas y mesillas y estanterías: han plantado árboles dentro del libro, árboles desplegables, ojalá los de tronco y ramas fueran tan fáciles de plantar como estos que, de alguna manera, son sus retoños. Ahora nos toca a nosotros distribuir las semillas de El hombre que plantaba árboles por tierra, mar y aire, por todas partes.

Abríamos esta reseña con José Saramago, y la cerramos con él: “Estamos esperando a Elzéard Bouffier [el hombre que plantaba árboles], antes de que sea demasiado tarde para el mundo”.

Mujer sin hijo

Una reseña de Anabel Rodríguez para Librería Tusitala

‘Mujer sin hijo’ es la última novela (hasta que en marzo Lumen publique ‘Es un decir’) de Jenn Díaz, editada por Jot Down Books. Nacida en Barcelona en 1988, cursó estudios de filología y se ha ido abriendo camino dentro del mundillo literario a fuerza de tesón y saber hacer, con sus obras anteriores ‘Belfondo’ y ‘El duelo y la fiesta’, también muy recomendables

‘Mujer sin hijo’ relata la historia de tres mujeres. La obra se ambienta en una sociedad ficticia, donde a causa de una guerra (cuyo origen desconocemos) las mujeres están obligadas a tener hijos. El Estado persigue, castiga y repudia a las que no quieren o no pueden ser madres: las «nulíparas». El libro está dividido en tres partes que se irán enlazando y encajando perfectamente. Son tres supuestos distintos de ausencia de maternidad: Rita Albero se niega a tener hijos (tal vez por miedo, tal vez por convicción) y es repudiada por su marido Samuel; Julia Albero arriesga su vida y fallece al poco de tener a su único hijo; y Mónica, cuyo hijo murió, sigue manteniendo la apariencia de que el pequeño vive y no quiere tener más hijos que pudieran suponer una sustitución de aquel.

La maternidad, la cuestión sobre cuándo, cómo y si se desea ser madre, es el centro de la novela. El mensaje sobre la maternidad obligada es contundente: «una madre que no desea la maternidad no será nunca una madre, sino una mujer a cargo de un niño». Y es que no se puede consentir que una mujer se niegue a tener hijos, en este país distópico. Alrededor de ellas tres orbitan padres, madres, exmaridos, esposos cobardes y agotados, suegras y cuñadas enteradillas, vecinos delatores y mujeres que encaran su destino como pueden. La trama está bien trazada, sin embargo hay en la última parte ciertas conductas que deslegitiman a una de las protagonistas, haciéndola parecer desequilibrada, privando la consciencia y coherencia que su decisión previa tiene.

En momentos como los que vivimos en España, en los que ciertos gobernantes creen que pueden decidir qué es lo mejor para nosotros (con o sin nuestro consentimiento) y además tienen el descaro de llamarse progresistas, es imperativo reflexionar sobre la maternidad. Es imprescindible leer libros como ‘Mujer sin hijo’, una novela oportuna y necesaria.

La habitación oscura

El jueves 6 de febrero a las 20h, en una presentación organizada por la Asociación Matilde Landa, Isaac Rosa acudirá a Tusitala para presentar La habitación oscura. Ofrecemos aquí, a modo de aperitivo, esta reseña sobre la novela.

La habitación oscura es un libro de lectura intensa, incómoda, desasosegante. Un libro que se te agarra a las manos y del que cuesta escapar, como si también el lector necesitara buscar a tientas ese cuarto sin luz donde alejarse de todo y de todos. Lo más destacable, sin embargo, es que en su primera parte se produce una inversión del mecanismo de la novela: en lugar de escoger una o varias vidas, de individualizar las posibles experiencias de alguien para convertirlo en protagonista de la narración, Isaac Rosa se dedica a crear una amalgama con los lugares comunes que configuran las vidas de mi generación, que es la suya, constituyendo así la habitación oscura, el núcleo de esa amalgama de deseos, sueños, derrotas y rutinas que formamos al pasar por la vida.

Durante las primeras cincuenta páginas de la obra no hay personajes con nombre propio, no hay más que un tú al que el libro interpela, invitándole a entrar en la habitación oscura. Tal vez sea esta estructura narrativa una manera de desprestigiar nuestro ego, de subrayar que los treintañeros españoles de clase media somos legión, pobres extras de una telecomedia barata, intercambiables unos por otros en nuestra pretendida singularidad. Así pues, La habitación oscura funciona como opuesto a las habituales autoficciones y spleens y retratos generacionales donde se juega a mejorar una de tantas vidas mediocres y a convertirla en protagonista de algo, donde se apuesta por que el lector se identifique con el personaje principal en la medida en que, como él, aún guarda la esperanza de destacar por encima de la media.

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Isaac Rosa flanqueado por quienes bien podrían ser los difusos personajes de ‘La habitación oscura’

Hay también, más allá de ese mecanismo disyuntor de egos, una trama política y de espionaje en La habitación oscura, necesaria quizá para facilitar al lector el tránsito por sus páginas, pero que irremediablemente lleva la obra hacia un terreno más convencional, menos deslumbrante. No importa, porque a esas alturas el libro ya ha logrado su objetivo, ya ha torpedeado la comodidad de quienes aún seguíamos pensando que la vida iba a ser un plácido tránsito de éxitos, de bienestar, de proyectos cumplidos.

Todo lo que era sólido

Una reseña de Carlos Reymán Güera para Librería Tusitala

Daba la impresión de que estuviéramos ausentes de la realidad, de que las cosas sucediesen en un plano en el que se nos hacían ininteligibles, andábamos de espaldas (¿todos?). Cuando pudimos ver, no quisimos ver; si alguna vez quisimos, no vimos nada. Y, de pronto, llegó la crisis. Nadie nos avisó: los pocos que lo hicieron fueron tildados inmediatamente de agoreros. La fiesta se había acabado, pero… ¿quiénes estuvieron en esa fiesta?, ¿había habido una fiesta? Parece que sí, y alguien estuvo allí en nuestro nombre.

Teníamos una idea aproximada de dónde veníamos, quiénes habíamos sido, pero hasta el olvido se olvida y, en el mejor de los mundos posibles, es fácil creerse que ya no hay más mundos, que ya no habrá vuelta atrás, que lo habíamos conseguido todo. Los años de primeras alegrías de la libertad compartida, la democracia como un logro reciente que había que cuidar entre todos y los derechos tomando asiento en una sociedad que nunca los había tenido dieron paso a las conductas que hoy nos alarman, que hoy nos parecen intolerables: las de los políticos, las instituciones, la prensa, los poderes, y no digamos la economía (esa abstracción impía que nos acontece, esa presencia intangible como un dios caprichoso, lleno de antojos, de impulsos irracionales). ¿Y dónde estábamos nosotros?

Estaba sucediendo todo delante de nuestras narices y no nos dimos cuenta. Pasamos del sueño al insomnio, acabábamos de iniciar nuestro largo camino hacia las renuncias. Terminó la fiesta y, cuando recogieron todo, descubrieron entre las sillas revueltas un cadáver tendido en el suelo. Ese cadáver era el nuestro. Había un caso abierto, un crimen que esclarecer, estaba claro que iban a intentar ocultarlo, deshacerse de las pruebas, qué más daba, a quién le iba a importar.

Y entonces apareció Antonio Muñoz Molina, todavía no se sabía que iba a ser su año, ese en el que recibiría un premio tras otro. Era aún el mes de febrero, la crisis alcanzaba su apogeo, lo impregnaba todo, había venido para quedarse, era un cambio definitivo… cuando lanzó sobre nuestra mesa su informe en cuerpo de libro: Todo lo que era sólido.

Había hecho falta la improvisación de una agencia de detectives, la construcción de un espejo de evidencias que nos devolviese el reflejo de nuestra propia realidad, nuestra propia imagen. Eran las diligencias de lo reciente, la causa criminal que aún no está cerrada, la investigación concluyente que contiene una denuncia, la que nos concierne a nosotros, la que nos llama imperiosamente a levantarnos, la que apela a nuestra condición de ciudadanos activos, la que nos reclama una vuelta necesaria a la ética, sin que necesariamente tenga que estar adscrita a ninguna ideología de uso ordinario. Llegados a este punto, sobra decir que esta lectura es de las que se suelen computar en la categoría de necesarias.

Los surcos del azar

Llevaba mucho tiempo sin leer cómic hecho en España, o historieta, como diría un buen amigo. Sabía que Paco Roca había cosechado un gran éxito con Arrugas, y que su nueva obra, Los surcos del azar (Astiberri, 2013), prometía. Pero tuvo que ser otro buen amigo quien me llamara la atención sobre el tema, y me llevara a leerla. La Nueve. Pronunciar el nombre coloquial de la novena compañía del Regimiento de Marcha del Chad, perteneciente a la segunda división blindada bajo el mando del general Leclerc, suponía desatar una oleada de nostalgia, o más bien de saudade, porque no se puede tener nostalgia de un tiempo que uno no ha vivido.

El protagonista de Los surcos del azar es Miguel, combatiente en la Nueve, como tantos otros republicanos españoles que formaron parte de la compañía que liberó París de los nazis. Miguel es protagonista por sus vívidos recuerdos del exilio y de la II Guerra Mundial, dibujados a color por Paco Roca, pero también por su vida anónima, dibujada en blanco y negro, de anciano huraño en cierta localidad francesa que no se nombra, a donde va en su busca el autor de Arrugas. El cómic combina ambas tramas, los recuerdos y las entrevistas que generaron esos recuerdos, mediante un pulso narrativo encomiable: por momentos parece tanto o más interesante la relación que el joven Paco Roca establece con el viejo Miguel y su entorno, hasta que llega el momento de la verdad (la liberación de París) y del amor, tan sublime como efímero.

La cita de Antonio Machado que da título a Los surcos del azar recuerda aquella otra que con el mismo propósito sirviera a Isaac Rosa para nombrar su novela: “El vano ayer engendrará un mañana vacío”. Parece que estas dos obras, novela narrativa y novela gráfica, dialogaran entre sí a través de ese elemento en común que supone partir de los versos de Machado. El novelista se centra en la Transición y en sus miserias, en una España gris cuyos cielos acaso no hayan vuelto a despejarse nunca por completo. El historietista Paco Roca, por el contrario, nos ofrece trazos de una España tricolor que refulgió con la intensidad de la epopeya; o, para ser exactos, de quienes, fuera de nuestras fronteras, obligados por el exilio, siguieron ondeando aquella bandera en su lucha de años contra el fascismo.

La virtud de contar es que puede resumir un periodo histórico y las vidas de muchos hombres en una sola anécdota. Es esta:

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La chica inclinada

Una reseña de Carlos Reymán Güera para Librería Tusitala

Adentrarse en territorios desconocidos, geografías inexploradas, mundos secretos, esas delicias del aventurarse en los continentes blancos de lo ignorado con la intacta brújula infantil de habernos perdido tantas veces, sólo para descubrir que el viaje éramos nosotros, que quien nos esperaba al final era nuestro propio yo, que toda esa indagación era una forma de autobiografía. Ese es, aproximadamente, el mapa que despliegan François Schuiten y Benoît Peeters en este quinto volumen de Las ciudades oscuras, La chica inclinada, editado por Norma Editorial. El mapa es una sucesión de grabados decimonónicos y daguerrotipos que cuenta tres historias en paralelo marcadas por un misterio que sólo se resolverá en la confluencia de las tres, en el necesario encuentro de los tres personajes centrales: Mary, la chica inclinada; Wappendorf, el científico obsesionado; Desombres, el pintor incomprendido.

Es mi obligación mantener esa intriga en pie, no desvelar los detalles, dejarlo en los puntos suspensivos de las lecturas posibles porque, ya digo, la materia última de la que se nutre el cómic somos nosotros, el reflejo de nuestras propias desazones, las sombras inciertas de una adolescencia aún presente: ¿Quién de nosotros no se ha sentido diferente en este mundo extraño, tan dado a la incomprensión, ajeno a los demás, sin saber el lugar al que pertenecemos? ¿Cuándo queda respondida la pregunta de quiénes somos? Schuiten y Peeters levantan un universo de raras arquitecturas, edificios de estilos híbridos que nos revelan que el tiempo se quedó detenido en un momento indeterminado del inicio de la Revolución Industrial, sólo para darnos respuestas a esas preguntas; un universo, ése, que cumple de forma canónica todos los preceptos del Steampunk, género del que, al fin, podemos saberlo todo, justo ahora que empezamos a nombrarlo.

Hay libros que cumplen, felices, con los mejores tópicos de la buena lectura, no siempre sucede, pero cuando es así uno sólo puede alegrarse de haber tenido la suerte de estar ahí, inclinado sobre La chica inclinada, chico inclinado uno ya para siempre, atrapado en las esferas fantásticas de las fantasías científicas y existenciales de estos dos autores, a los que no vamos a poder dejar de acompañar; tan es así, que acabamos de cruzar La frontera invisible únicamente para perdernos una vez más, sin importarnos si podremos volver o no.

Steampunk, ¿qué es eso?

Steampunk es muchas cosas: comenzó en los años 80 como un subgénero literario de la ciencia-ficción, que presentaba un siglo XIX alternativo en el que la tecnología de vapor (steam, en inglés) progresa enormemente y da lugar a toda clase de inventos, vehículos y artefactos. En nuestros días, el Steampunk se ha convertido en un movimiento cultural muy amplio, que se sigue sustentando en la literatura pero se ha instalado también en el cine, la música, la artesanía y la moda.

STEAMPUNK_BIBLELa Biblia Steampunk (Edge, 2013) es un compendio de todo ello: «un libro profusamente ilustrado que examina las raíces y la historia de esta subcultura, desde la obra de sus padrinos Julio Verne y H.G. Wells, a la amplia comunidad de artesanos y artistas que la han transformado en un estilo de vida mediante ropa, accesorios, y un trasfondo al que ajustarse». Escrita por el novelista norteamericano Jeff Vandermeer y traducida por el librero al mando de Tusitala, La Biblia Steampunk es sobre todo una enciclopedia visual, un libro de consulta lleno de curiosidades para iniciarse en «un mundo de dirigibles imaginarios, corsés y anteojos, científicos locos y literatura extraña».

Lo que no podíamos imaginar en Tusitala es que, coincidiendo con la publicación de La Biblia Steampunk, fuéramos a tener como «artista residente» a Luis Costillo, probablemente el mejor y mayor creador de arte steampunk de Badajoz, aunque ni él mismo supiera que se le puede encuadrar dentro de este movimiento. Luis nos presentó el 30 de octubre El endiablado juego de la oca ’84, un libro-objeto y juego a la vez, su particular y desasosegante versión del tradicional juego de mesa.

Como puede verse en el vídeo de la presentación grabado por Carlos Reymán, la librería se llenó de seguidores de la obra de Luis Costillo, todo un éxito. El endiablado juego de la oca ’84 consta de tablero, libro de ilustraciones, caja-carpeta y sobre sorpresa, en una tirada numerada y limitada a 300 ejemplares. Luis, bajo el seudónimo de Fahrenheit, combina una propuesta gráfica muy atrevida y personal con la revisión en clave bélica y contestataria del juego de la oca; todo ello en un artilugio libresco que sigue la línea creativa del DIY o «hazlo tú mismo», tan propia de la parte punk del steampunk. Y es que El endiablado juego de la oca ’84 bien merecería aparecer en las páginas de la mencionada biblia.

Para concluir el repaso a la parte steampunk de Tusitala, nos ha sorprendido gratamente la novela Tormenta: las guerras del loto (Hidra, 2013), de Jay Kristoff, que está siendo celebrada como avanzadilla de la renovación que necesitaba la narrativa steampunk: «una novela sobre un Japón feudal lleno de criaturas mitológicas, disturbios sociales y con una protagonista potente; que conduce el género justo hacia donde debe ir, lejos de las sobreexplotadas calles del Londres victoriano, para abrirlo al mundo».

Tres propuestas diferentes, a cual más steampunk, ahora que ya sabemos qué es eso.

Océano mar

El pasado 3 de septiembre, cuando ya estaba en proyecto la librería Tusitala pero aún faltaba un mes para que abriera sus puertas, estrenamos página en Facebook con la siguiente receta literaria:

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1. Coja su ejemplar de Océano mar, de Alessandro Baricco. Procure que sea un ejemplar fresco, recién recolectado del árbol.
2. Diríjase a la playa más cercana, es decir, al Alentejo portugués.
3. Sumérjase en la lectura a intervalos regulares, y salpimente la misma con cuantas inmersiones marítimas desee.
4. Si después de todo lo anterior no le entran unas ganas terribles de vivir en la posada Almayer, de pintar el mar o de acercarse a la orilla a medir sus límites, consulte con su librero.

Pretendíamos inaugurar así una breve sección de reseñas literarias que ampliar más adelante, cuando Tusitala tuviese su propia página web. Ha llegado ese momento, y mientras tanto la librería lleva abierta mes y medio; ahora mismo, además de Océano mar, por nuestras estanterías se agitan, esperando lectores, más tigres de papel de Baricco: Mr Gwyn y Tres veces al amanecer, sus últimas obras, además de una muy atractiva edición limitada de Seda.

ANGRM-original sobrecubierta_SEDAPrecisamente Seda, novela corta o relato largo hecho para ser leído y regalado una y otra vez, anticipa en cierto modo esa ensoñación narrativa que conforma Océano mar. Es el estilo propio de Baricco: alambicado pero preciso, sutil pero arrebatador. En Océano mar un delicioso y variopinto grupo de personajes se reúne en la posada Almayer, cuyo solo nombre ya indica que se trata de uno de esos lugares remotos y maravillosos a los que únicamente se puede acceder a través de la literatura. Situada en alguna parte imprecisa de la costa francesa, a medio camino de todas partes y de ninguna, en una época que parece el diecinueve pero podría ser otra o no haber existido jamás, la posada Almayer es sobre todo una atalaya para contemplar la mar océana, el océano mar.

Más allá de sus divertidos personajes (un científico enciclopedista, un pintor obsesionado, una hermosa mujer que aguarda a su amante, un cura que dice cuanto piensa, un niño que adivina los sueños), el verdadero protagonista de la novela es el mar. La mar, en todas y cada una de sus facetas, pero por encima de todo en su combinación de belleza y horror, de origen de la vida y abismo feral de la muerte. El océano convertido gracias a la prosopopeya en entidad monstruosa y divina a la vez, ante el cual el hombre no puede hacer otra cosa que observar y estremecerse.

La lectura de Océano mar se antoja ahora una lectura intensa, veraniega, llena de ese sueño acuoso que todavía no se llamaba Tusitala. No se necesita (no se debe) decir mucho más: ni del argumento, ni de los personajes, ni del estilo. Lo mejor es flotar entre sus páginas, dejarse llevar por el ímpetu de las olas, navegar cuanto más lejos mejor de la orilla de nuestra rutina terrestre.